Por José M. Pérez Corti[i]
Argentina lleva más de treinta años ininterrumpidos de democracia, y el andamiaje jurídico electoral sobre el cual aquella se desarrolla procedimentalmente exhibe algunos signos de agotamiento. Claro, no sólo se trata de un récord democrático, sino además de años de vertiginosos cambios en todos los órdenes de nuestra vida como país y como sociedad. Entonces podemos advertir que las crisis de los regímenes electorales han llegado lentamente para quedarse[1], lo cual no debiera llamarnos la atención. Se trata de típicos dolores de crecimiento de una democracia que ha comenzado a exigir que la agenda política comprenda que el régimen electoral vigente necesita primordialmente dos actitudes de parte de la dirigencia:
- Que deje de utilizárselo como una variable destinada a encaminar oscuras estrategias partidarias disfrazadas tras el rótulo de “alternativas electorales de participación” (e.listas espejo, sumatorias de votos, adhesiones, acoples, leyes de lemas, eliminación de requisitos partidarios, supresión de controles patrimoniales, sólo por mencionar algunos casos entre tantos otros que todos hemos podido apreciar);
- Que se le introduzcan los cambios y ajustes necesarios para fortalecer un proceso electoral cada vez más complejo y extenso, dotándolo de las medidas necesarias para empoderar al electorado, transparentar la actividad de los operadores electorales y legitimar el resultado final de toda elección.
A ello cabe agregar el ineludible requisito de abandonar la lógica oficialista de la eterna conservación del poder encaminada a garantizar el proyecto propio, para comenzar a comprender que el proyecto es la Constitución y que la lógica de su concreción es la alternancia republicana. Por lo tanto, se impone legislar pensando en la representación de las minorías y en dotar al sistema de posibilidades reales, concretas y efectivas de participación y competitividad política. En palabras de Ferrajoli, debemos entender que la democracia formal o procedimental ‑aquella que regula el Derecho electoral‑ debe encaminar sus reglas hacia la integración de una democracia sustancial o de contenido para poder comenzar a considerarla suficiente[2].
Hoy estamos frente al desafío de una reforma al Código Electoral Nacional con miras a reemplazar el instrumento de votación históricamente vigente en Argentina, la boleta múltiple partidaria, por algún mecanismo electrónico o informatizado de votación, que podría responder al modelo utilizado en Salta, CABA, Resistencia (Chaco) y Neuquén (Capital) el año pasado.
De los otros dos objetivos explicitados originariamente, esto es la unificación del calendario electoral y la creación de un organismo electoral autónomo e independiente, sólo mantiene su vigencia el primero de ellos. Sin embargo no es en realidad un objetivo en sí mismo, sino que está pensado como un condicionante normativo destinado a lograr el mayor grado de expansión del nuevo mecanismo de votación que adopte la Nación, puesto que pasa a ser un requisito ineludible su uso en elecciones provinciales y municipales para todo aquel gobierno que quiera concurrir bajo el régimen de simultaneidad con las fechas nacionales. Por lo tanto, la reforma sigue concentrada en el instrumento de votación.
Se ha sumado en el camino, la cuestión del debate presidencial como un requisito cuya obligatoriedad legal será ineludible para los candidatos oficializados. Interesante instituto, aunque no podemos dejar de señalar que recibe una dispar consideración por parte de los especialistas en comunicación política.
Planteado el escenario, vamos a lo concreto. En primer lugar, estamos ante una reforma del Código Electoral Nacional, por lo que podríamos llegar a hablar de una reforma electoral, pero no de una reforma política. No es grave que así sea. En toda reforma lo más importante no radica en lo vasta o extensa de la misma, sino en lo preciso del diagnóstico previo y lo acertada que resulte de decisión política que conduzca la modificación del régimen normativo que luego deberá ser implementado. Es decir, lo importante es el acierto en los pasos esenciales de cualquier reforma: diagnóstico previo; una atinada decisión política en cuanto a las modificaciones a introducir en la norma; y adecuado proceso de implementación del nuevo régimen por el organismo a su cargo. Sin esa iteración o secuencia, los riesgos y los costos ‑en todos los órdenes‑ se multiplican innecesariamente.
Ahora bien, si se trata de una reforma normativa destinada a modificar el instrumento de votación y a promover su expansión en otros sistemas políticos, el modelo más adecuado sería el seguido por Salta. Es decir, no modificar el texto del Código Electoral Nacional vigente, sino dictar una norma específica destinada a regular el nuevo mecanismo o instrumento de votación. Esto daría al Estado nacional la tranquilidad de contar con dos sistemas normativos adecuados cada uno específicamente para el instrumento de votación que contempla, y al mismo tiempo se conservaría un margen político de decisión amplio para definir el alcance de la implementación del nuevo régimen en el contexto existente al momento de la convocatoria a elecciones. No olvidemos que son 24 distritos electorales muy diferentes entre sí.
En esa norma específica dedicada a la regulación del mecanismo electrónico o informatizado de votación sería muy conveniente utilizar un vocabulario que no condicione los procesos electorales a una única alternativa o modelo. Los cambios informáticos y tecnológicosse caracterizan por ser continuos, veloces y constantemente superadores. Esto impone pensar en una norma que contenga los lineamientos generales destinados a fijar los parámetros que cualquier sistema deberá respetar para ingresar a la consideración estatal de su posible uso; y otro concentrado en los aspectos operativos específicos y concretos tendientes a garantizar dos principios esenciales: secreto del voto y un hombre, un voto.
Por otra parte, si lo que se persigue es una votación ágil y un escrutinio provisorio veloz, los diferentes mecanismos electrónicos o informatizados de votación ‑cada uno con sus debilidades y fortalezas‑ tienden a facilitar ambos resultados. Pero no debemos olvidar el tercer requisito de una votación, y el más importante de todos: que el resultado sea lo que el elector y su voluntad popular decidieron, sin opacidades ni márgenes de duda. Para ello, cualquiera sea el instrumento de votación que se implemente, siempre deberá legislarse la existencia y ejecución completa del escrutinio definitivo, sin importar el tiempo que lleve hacerlo, puesto que es la mejor garantía o reaseguro contra cualquier tipo de fallas o estrategias que pudieren afectar la integridad del mecanismo de votación.
Tampoco podemos dejar de considerar que existe una cuestión vital atinente a la adecuada implementación de cualquier hipótesis de reforma electoral o política que entendemos no ha sido visualizada. La normativa electoral vigente en la actualidad contempla la existencia de un Juez Federal Electoral por cada uno de los 24 distritos que componen el mapa electoral del país. Sin embargo, y tal como afirma Martínez Paz al comentar la organización de la Justicia Nacional Electoral prevista en la Ley 19.108[3], en la actualidad, pese que la ley habla de Jueces Electorales, hasta tanto estos sean designados, ejercen dicha función los Jueces Federales n° 1 de cada distrito, contando con una Secretaría específica. La consolidación democrática de nuestro país ha elevado la complejidad de los procesos electorales, tal como ya lo dijimos, y sin embargo, la competencia electoral sigue a cargo de jueces multifunción. La profesionalización de quienes deben ejercer la competencia electoral es ineludible, puesto que lo que antes insumía seis meses, ahora entre las PASO, las generales y la posibilidad concreta de la doble vuelta ha extendido los procesos electorales a más de doce meses. Prepararlos, ejecutarlos y luego cerrarlos para comenzar con el siguiente ciclo o período electoral insume el tiempo restante entre una y otra elección.
Finalmente, se trata de una excelente oportunidad para que el Congreso evalúe dos deudas constitucionales en materia electoral que vienen de larga data.
La primera de ellas, la readecuación del régimen de participación para igualar oportunidades entre hombres y mujeres para acceder a cargos de base electiva. El actual régimen de cupos nacional, si bien fue pionero en América Latina, tras la reforma constitucional de 1994 ha quedado desactualizado a tenor de lo dispuesto en sus artículos 37 (segundo párrafo) y 75 (inciso 23)[4].
La segunda radica en la necesaria efectivización reglamentaria del requisito constitucional de la representación de las minorías partidarias exigida por el artículo 38 de la Constitución Nacional.
Las cuestiones planteadas en último término nos permitirían pensar en que lo que comenzó como la reforma de una ley electoral podría tener aspiraciones de incipiente reforma política, y ello sin tener que diseñar grandes modificaciones en el ordenamiento vigente.
De todas formas, estamos convencidos que en la actualidad el fenómeno electoral impone su abordaje desde una perspectiva atinente a la mejora continua de los procesos, y por lo tanto debemos abandonar enfoques que pretendan encorsetar al régimen electoral en una reforma, para asumir gradualmente que elección tras elección será necesario ir ajustando sus disposiciones a los requerimientos que la puesta en marcha de cada proceso comicial nos depara.
[1] Un rápido e informal relevamiento podríamos comenzarlo por Córdoba y Chaco en 2007, continuando con Chubut en 2011, y más recientemente en Santa Fe y Tucumán en 2015, siempre acompañados también por los recurrentes inconvenientes que se registraran a nivel nacional con las objeciones al padrón y las idas y vueltas de los escrutinios provisorios.
[2]Ferrajoli, Luigi; Principia iuris. Teoría del derecho y de la democracia, Trotta, Madrid, 2011, t. 2, p. 9, 10 y cc.
[3] Martínez Paz, Marcela; “El Derecho Electoral Argentino” en Palacio de Caeiro, Silvia B.; Tratado de derecho federal y leyes especiales, La Ley, Bs. As., 2013, t. I, p. 338, nota 11.
[4]Cabe traer a colación el precedente de la provincia de Córdoba, que cuenta con un régimen de participación equivalente y efectiva por candidaturas y por reemplazos en las bancas legislativas y cargos de órganos colegiados (i.e. tribunales de cuentas; colegios profesionales; etc.) establecido en la L. 8901 sancionada a fines del año 2000. Dicho régimen es ampliamente superador del que tiene el CEN y además es efectivo no sólo para las candidaturas, sino para reemplazo por sexo o género ante las vacantes que se generasen, sin discriminar entre mujeres y varones, sino aplicando igual criterio para ambos.
[i] Relator de la Sala Electoral del Tribunal Superior de Justicia de Córdoba. Especialista en materia electoral y Profesor de Derecho Constitucional en la Universidad Nacional de Córdoba.