La crisis de los partidos polí­ticos

La opinión de van der Kooy sobre la persistente crisis de los partidos polí­ticos en Argentina en vistas a las próximas elecciones.


Una crisis en toda su dimensión
Eduardo van der Kooy
Clarí­n
26 de agosto 2007

La oposición hizo, con la enmadejada y trépida negociación que lleva adelante, una contribución importante para que los ojos públicos abandonen por un momento los repetidos disparates del Gobierno. Una cosa no alcanza para esconder la otra, pero la pura discordia que desató en el segmento opositor el acercamiento de Elisa Carrió con Ricardo López Murphy no parece una señal adecuada para una sociedad que en apenas dos meses debe decidir entre la continuidad del kirchnerismo o un cambio que, así­ presentado, resulta un enigma.
La oposición no ha podido todaví­a sacar provecho proporcional de las equivocaciones que el Gobierno viene acumulando desde el verano. Tiene más esperanza en que esas equivocaciones corroan por peso propio el volumen de adhesión a Cristina Fernández que en su capacidad polí­tica para atraer al electorado. Se han sucedido las sospechas de corrupción en el caso Skanska, los desatinos en el INDEC, la bolsa con dinero que ocultó Felisa Miceli en el que fue su baño ministerial, la valija con 800 mil dólares que pretendió ingresar el empresario venezolano Guido Antonini Wilson y la crisis crónica en Santa Cruz salpicada con episodios de violencia demencial. En cualquier paí­s con rasgos de cierta normalidad polí­tica e institucional aquellos episodios hubieran colocado quizás en un marco de paridad electoral a la oposición con el Gobierno.
La Argentina no es, en ese aspecto, una nación normal. No ha podido superar la gran crisis del 2001 que casi fulminó a su sistema de partidos. Su escenario electoral sorprende hoy por su atoní­a y su desproporción. No hay antecedentes parecidos en América latina y, mucho menos, en el mundo desarrollado y estable. Se podrí­a reparar, entre muchos, en un ejemplo: las denuncias de corrupción en el gobierno y en el PT forzaron en Brasil a Lula, el año pasado, a lograr la reelección en el ballottage. Ocurrió lo mismo en Ecuador y en Perú.
Ninguno de esos paí­ses posee un sistema de partidos o coaliciones consolidadas como muestran Chile y Uruguay. En la Argentina nada de eso sucede y en cada votación regional se reiteran sí­ntomas de sistemas polí­ticos extraños apuntalados sólo por eficientes maquinarias o por personalismos de perfil providencial. La crisis de Santa Cruz es, sobre todo, una crisis de gobernabilidad. Néstor Kirchner la estableció con sus métodos durante una década. Pero su salida repuso la precariedad. Adolfo y Alberto Rodrí­guez Saá manejan San Luis desde hace 24 años. Esa provincia atravesó muchas turbulencias y Adolfo fue presidente de una semana trágica para el paí­s hasta que irrumpió Eduardo Duhalde. Alberto, su hermano, triunfó el fin de semana pasado la gobernación puntana con una mayorí­a abrumadora que se gestó también por la deserción opositora. En La Rioja resultó derrotado Carlos Menem, pero su derrota parece un espejismo: su vencedor se le asemeja, con patetismo, demasiado.
La oposición suele enjuiciar a Kirchner por sus errores de gestión. Pero lo ha enjuiciado también por su estilo polí­tico personalista y por el modo cortante que utilizó para ungir a Cristina como posible sucesora. No habrí­a razones para no comulgar con esa baterí­a de objeciones. Pero la mayorí­a de la oposición, en la búsqueda de alguna salida, no exhibió en estos últimos dí­as una conducta distinta. í‚¿Terquedad, improvisación polí­tica, perversión? Esas dudas parecieran atajos destinados a eludir el fondo de las cosas: el dedo de Kirchner y los bandazos opositores trasuntan la voluntad absoluta de los lí­deres polí­ticos por encima de las estructuras partidarias desvencijadas desde la crisis.
í‚¿Podrí­a Kirchner haber sometido la postulación de Cristina a la aprobación de un peronismo que disimula su crisis pero que también se está descascarando? í‚¿Podrí­an Carrió, López Murphy o Mauricio Macri examinar cada una de sus decisiones en el seno de partidos endebles que giran sólo alrededor de sus personas? Cabrí­a excluir de este árido paisaje a Roberto Lavagna cuya candidatura fue bendecida por una parcela del radicalismo. Pero el radicalismo simboliza, como ninguno, la dimensión de la crisis de los partidos: radicales con poder (cinco gobernadores) están cobijados también por Kirchner y no pocos radicales están esperando para alinearse el epí­logo de la negociación entre Carrió y López Murphy.
Carrió trazó, en ese sentido, una parábola perfecta. Emigró del ARI para conformar, por decisión personal, una coalición cí­vica. Eligió a tres candidatos para que uno de ellos lo acompañe en la fórmula. Anunció futuros ministros de su hipotético gobierno y, de repente, se lanzó a la búsqueda de López Murphy. Devaluó las crí­ticas que ese gesto despertó en muchos dirigentes que la siguieron desde sus albores polí­ticos. No reparó aún en el silencio sugestivo de una mujer que le empezarí­a a hacer sombra: la gobernadora electa de Tierra del Fuego, Fabiana Rí­os. Así­ y todo podrí­a convenirse algo: las frecuentes palabras de Carrió, con aciertos y desbarros, cobran valor en un sistema desbalanceado y con instituciones esqueléticas.
Aquella atropellada causó un tembladeral en la geografí­a opositora. El ARI está en hervor. Dirigentes del macrismo estaban en pleno diálogo con López Murphy para ensanchar la alianza propuesta por Carrió cuando la mujer descalificó a Macri como posible socio. Macri prefiere no hablar de octubre y enarbola el traspaso de la Policí­a a la Ciudad para mostrar su confrontación con Kirchner. El lí­mite de Carrió enfrió la negociación y generó perplejidades también entre socialistas y radicales.
Los socialistas estaban creí­dos que participaban de un espacio polí­tico con matiz de centroizquierda. Por ese motivo quedaron descolocados con la negociación de Carrió y López Murphy. Pero actuaron con la sobriedad con que suelen actuar. Esa sobriedad tiene también ahora la marca de la urgencia: el socialismo apuesta a ganar el fin de semana que viene la Gobernación de Santa Fe y en esa provincia poseen una alianza con Carrió. Aunque en su universo de potenciales votantes se mezclan también kirchneristas y simpatizantes de Recrear. El conflicto surgió en el momento menos propicio: Rafael Bielsa, el candidato de Kirchner, vendrí­a remontando a tranco firme una ventaja socialista que asomaba indescontable.
El tiempo de la oposición para un acuerdo se agota. López Murphy prefiere una definición rápida y esa definición contempla la participación del macrismo. El lí­der de Recrear refunfuñó por los gritos de Carrió contra Macri. Pero se mordió la lengua antes de fomentar otra pelea. Cuando el macrismo replicó a Carrió casi bajó los brazos. Quedó en la obligación de optar por uno o por el otro. López Murphy cree en la necesidad imperiosa de una alianza y en las concesiones que esa alianza exigen en una y otra orilla. «No hay matrimonio sin suegra», graficó. La pregunta que cabrí­a hacerse es si esta trama a las apuradas servirá para descubrir alguna piedra fundacional de la polí­tica argentina o si se reducirá a una herramienta electoral que a lo mejor se tapiza con óxido si no sortea octubre.
Las cosas son así­ ahora para la oposición. Las cosas tampoco son sencillas para el kirchnerismo más allá de lo que auguren las encuestas.
Cristina continúa con sus actos de campaña, sus viajes al exterior y su invulnerable silencio. No parece irle mal aunque el Gobierno la ayude con sus actos, tal vez, mucho menos que la oposición desnortada. El Gobierno que se está empezando a despedir no varió respecto del Gobierno que llegó hace cuatro años: sigue malhumorado, hermético e intratable.
La Iglesia volvió a estar en el fuego de sus enojos. Hay situaciones que son incomprensibles: el obispo de Rí­o Gallegos, Juan Carlos Romaní­n, le hizo un enorme favor al matrimonio Kirchner cuando se puso a la cabeza de una protesta social que amagaba desmadrarse después de la locura cometida por el ex funcionario kirchnerista Daniel Varizat. Pero Varizat presentó una demanda por los daños contra su camioneta con la cual atropelló a 17 personas. Podrá asistirle la ley, pero no le asiste un mí­nimo de decoro y sentido común. Romaní­n volvió a sedar los espí­ritus encrespados. Pero no existió una señal de reconocimiento oficial al obispo.
El Gobierno despotricó, en cambio, por un documento de los obispos en el marco electoral. Se trató del mismo texto que habí­a sido difundido en abril. Hubo un debate: un grupo de sacerdotes propuso una nueva declaración con aspectos crí­ticos explí­citos ligados a la transparencia y a la realidad en Santa Cruz. El cardenal Jorge Bergoglio le puso freno. Los cuestionamientos al clientelismo polí­tico fueron dirigidos a todos los actores, el Gobierno y la oposición. Pero el Gobierno los asumió como propios.
Quizás más que esa alusión, a Kirchner le haya molestado una advertencia sabia de los curas: «Una sociedad no crece necesariamente cuando lo hace su economí­a», dijeron. Lo habí­an dicho también, de otro modo, en tiempos de la estabilidad menemista. Aunque no haya parangones económicos entre aquel y este tiempo, el desemboque que tuvo el menemismo justificó a pleno aquella admonición.
El progreso económico y social fue y sigue siendo, amén de algunos zigzagueos, el puntal de Kirchner. Pero la mancha de la pobre polí­tica corre riesgo de cubrir también aquel progreso.
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